domingo, 24 de febrero de 2008

Teatro de la Peste

Teatro de la Peste: 1960 –1967

Escribo esto para reparar no sólo un olvido, sino una injusticia. Fui parte, desde su mismo inicio, del grupo denominado Teatro de la Peste en la ciudad de Buenos Aires.
Creo que fue injusto que el investigador teatral Patricio Esteve, recientemente fallecido, no dijese una sola palabra sobre el hacer de este grupo, en su crónica histórica de la década del ’60, publicada en los libros del GETEA y reproducida por la Latin American Theatre Review.
Sólo Osvaldo Pellettieri, lo menciona en su artículo sobre puestas que parodian los modelos realistas de la década. También es injusta la omisión en el número especial dedicado al teatro argentino de La Maga cuando la dirigía el ahora humorista Carlos Ulanosvsky.
El teatro no comienza cada vez que alguien lo cronologa. Ni son sus amigos o lo que vio ese día sólo lo que existe. En cada época hubo ortodoxos e innovadores. Y no es justo pensar que porque no se los nombra, no existieron.
Trataré de bucear en mi memoria, buscar datos, testimonios y testigos y así lo voy a desarrollar: Recuerdos, Investigación, Datos, Testimonios, Comentarios.
Recuerdos: Hacia los últimos meses del año ’60, fui a un departamento en Caballito, en la calle Yerbal al 700 invitado por amigos de la Juventud Comunista. Era un acto en memoria y desagravio por la muerte del estudiante Jáuregui. Terminado el asunto, los políticos se fueron. Yo me quedé. Era un departamento tipo chorizo, en planta baja, con un patio de baldosas y varias habitaciones con persianas grises de metal a manera de puertas, puertas de madera con vidrios y cortinas que impedían ver el interior. Después supe que los pisos eran de tablas lustrosas, que las camas eran colchones sobre el piso, que las gentes se sentaban en almohadones, que los libros estaban en todas partes y eran permanentemente usados —como la gente—, bien usados y que yo me convertiría en uno de ellos.
Mis amigos hasta entonces eran chicas bien de Banfield y Lomas de Zamora y algunos marginales de Lanús, jugadores de rugby como yo. Había sido también petitero, liso, banana.
La política me importaba poco. Y no hacía mucho, después de más 15 años de estudio y tres conciertos que había cerrado el piano para siempre. El Steinway & Sons del Teatro Español y el Studium Klein de mi casa de la calle Aristóbulo del Valle 508.
Estaba solo y lejos de mi circuito cotidiano. Había cerrado algo más que el piano. No tenía ningún proyecto ni idea alguna demasiado clara. Salvo una: estar sobre un escenario. Y que para eso no era necesario ser concertista (o instrumentista como decíamos en el conservatorio Julián Aguirre que dirigía Ginastera).
Me quedé en la casa de Yerbal y comencé a recorrer primero la cocina, el patio, la habitación donde se hizo el acto, la de al lado, otra más y de pronto, en la de enfrente escucho voces, de hombres y mujeres que mantenían una conversación a veces de tono subido, con apasionamiento, con frases cortas como latigazos. Eran 5 ó 6, sentados en el piso. Hablaban de teatro. De géneros, de estilos, de técnicas de actuación. Me sorprendió que los políticos de hacía un rato, jóvenes comunistas y seguidores hablaran en tonos bajos, quedos, casi murmurando. Y que metros más allá, estos desfachatados casi hablaran a los gritos. Me acerqué y pegué la oreja a la persiana. No había duda: hablaban de teatro, de cómo debe prepararse en estas épocas un actor, de lo mal que se hacía, se enseñaba. Estaban hartos y no lo ocultaban. Alguien, una voz de hombre joven, llena de soberbia dice: “...y si yo encuentro ahora a alguien que no sepa nada o casi nada de teatro y que esté dispuesto a aprender, tenga un mar de confusiones y sea madera dispuesta, en menos de un año lo convierto en actor”.
No lo pude evitar, fue más fuerte que yo. Toqué la puerta, abrí y entré. Allí estaba Kelly, la dueña de casa, mestiza casi chola, de unos 36 años, sin pintura alguna en la cara, con los puños crispados sobre el piso y echada hacia delante, desafiante. Alberto Cousté, el de la frase famosa escudándose en sus anteojos culo de botella. Arnaldo Rico, con el tiempo mi cuñado y actor brillante, capaz de las opiniones más disparatadas y de las bajezas y traiciones ídem.
Coco o La Coca o la Vieja Prostituta, más bueno que el pan y siempre vestido con traje y corbata impecables que relucían en sus zapatos recién lustrados y camisa al tono. La hija de Kelly de apenas 16 años que luego descubrí que cuando dormía rechinaba los dientes con tal fuerza que despertaba a los vecinos. Y un tenor.
“Perdón... ¿alguien dijo que podía hacer un actor si está dispuesto? —pregunté.
“Bien... estoy dispuesto —dije.
Ése fue el comienzo del Grupo de Teatro de la Peste. Debo confesar que mis padres esperaban que fuese universitario y pianista. En ese momento y después de un año sin secundaria cursaba al mismo tiempo el 5º año y los ingresos a Medicina, Ciencias Exactas y Filosofía y Letras. El teatro —queda claro— fue siempre para mí más que un método de conocimiento o realización personal, un acto de liberación.
En esa misma casa recibí mis primeras lecciones. Yo era todo ojos, todo oídos, todo cuerpo, todo conciencia. Una parte del grupo partió a Bolivia a crear el TNP (Teatro Nacional
Popular Boliviano), en un avión de la fuerza aérea y otros nos quedamos. Recuerdo nombres como Liber Forti; recuerdo que Arnaldo vino a buscarme una mañana que yo debía ir al colegio y me preguntó: “¿querés ir?" Y sólo se me ocurrió decirle: “mirá... ahora tengo unos exámenes que dar y mi vieja no sabe nada,... mejor no”. Me perdí Bolivia esa vez. En el ’75 llegué a ella a pié, pero ésa es otra historia.
Recuerdo que nos carteábamos con los viajeros desde la casa de Yerbal y que una vez hablé con Kelly —la petisa Kelly, le decíamos—durante 3 días y noches seguidas, sobre arte, teatro, la vida, las cosas, la poesía, la magia, el riesgo. Apenas dormitábamos unos minutos y seguíamos hablando, muchas veces los dos al mismo tiempo y sobre distintos temas. Hablábamos mientras comíamos, mientras viajábamos al centro de ida y vuelta, cuando hacíamos las compras, cocinábamos o íbamos al baño. Nos hablamos todo, como se dice ahora. Durante esos años compartí clases de teatro con Augusto Fernandes, con Carlos Gandolfo, con Oscar Fessler. Quería saber. Tuve maestros como Otto Werberg y Norman Briski.
Las primeras experiencias fueron a contramano de la norma. Los independientes trataban de llevar público a sus salas: Nuevo Teatro, Fray Mocho, La Máscara, etc. Nosotros elegimos el camino inverso. Fuimos a los barrios, a muchos. Hicimos teatro de día, de tarde y en la noche en la vereda, usando puertas y ventanas de casas a falta de decorados. Un pedazo de tela puesto sobre el dintel, rompía la marca del tiempo.
Recuerdo que la primera obra en que trabajé en la calle y con público fue en el barrio de Agronomía, en la calle Raulíes. Allí hicimos “El Oso” y “El Aniversario” de A. Chejov.
Una puesta como Chejov lo pedía. Festiva, participativa. Con trajes de época, pelucas y maquillajes recargados. En “El Aniversario” hice el abuelo. Tenía apenas 21 años. Recuerdo que la gente nos hablaba y nos convidaba cosas. Ayudaron armando el tabladillo, pusieron muebles, bebidas y comida. Durante las representaciones guardaban absoluto silencio.
Recuerdo varias bibliotecas. Sobre todo una en Saavedra, donde usábamos el lugar para las experimentaciones.
Recuerdo a los poetas y pintores que se nos acercaron: Gianni Siccardi, Martín “Poni” Micharvegas, Miguel Menassa, Federico Fuchs, Pablo Suárez, Distéfano, Osvaldo Romberg,
Martínez Howard, Mario Trejo, Alberto Vanasco. Críticos como Ernesto Schoó y músicos como Rodolfo Arizaga o el mono Villegas, quienes compusieron temas para las puestas del Teatro de la Peste. Algunos de ellos tuvieron, tal vez la única oportunidad, de subir a un escenario durante algunas de nuestras representaciones. También recuerdo a principiantes como Roberto “Robertino” Granados y Carlos Trafic que luego fundaron el Grupo Lobo con Norberto Campos.
Recuerdo haber trabajado en una versión de “Saverio el cruel” de R. Artl. Recuerdo las innumerables lecturas de poemas que se hicieron en bibliotecas, clubes y también en galerías comerciales céntricas y en barrios, después de las 7 de la tarde y antes que bajaran las persianas. Los poemas eran de Tuñón, Bayley, Madariaga, J. L. Ortiz entre los nacionales, además de los de los amigos, y de C. Vallejo, Aragón, René Daumal, Artaud o Aimé Cesaire entre los de extramuros. Y precisamente de Antonin Artaud tomamos el nombre de Teatro de la Peste. De su El Teatro y su Doble. De su atletismo afectivo. De su...”como los condenados a muerte hacen señas por sobre sus hogueras...”, de la peste que se desparrama por todas partes sin que nada pueda contenerla sino ella misma, de su teatro ritual.
Y experimentamos sobre otra técnica para el actor. Buscamos “la imagen”. Un medio camino entre el actor y el personaje. Así la definimos. Adaptamos textos de Sade, de los Siete Locos, de Siccardi, de Menassa y Micharvegas. Pusimos en el Teatro del Altillo de Abel Sáez Buhr “No hay piedad para Hamlet” —premio Municipalidad de Buenos Aires 1957—de Trejo y Vanasco en el año 1965 y nos ganamos un premio: la mención especial de la Revista Teatro XX de ese año (un muñeco tamaño natural, un hombre vestido con traje y el cuello cortado de un hachazo pero con la cabeza todavía erguida, se exhibía como promoción durante el día en plena calle Florida, y en la noche era colocado como un espectador más en la platea para el horror de algunos —gentileza de Pablo Suárez).
Recuerdo haber hecho algunas funciones, muy pocas y para un público restringido del Marat-Sade de Peter Wëiss (hice el personaje Roux) en un ambiente de paredes negras y como toda escenografía la bañera y en una pared unas gradas de caños y andamios que eran compartidas por público y actores (Arnaldo hizo el Marat y Susana Constante la Cordelle). Esto debe haber sido el verano del 65-66. Con lo que ganamos durante las representaciones de las distintas obras, alquilamos una sala de ensayos durante varios meses y nos dedicamos a hacer laboratorio de actuación. Para ese entonces el Teatro de la Peste tenía veintitantos actores y actrices y a su alrededor más de cincuenta personas.
Recuerdo y no en orden cronológico haber estado en las clases de Gandolfo en algún lugar de la calle Florida cerca de la confitería Richmond y habernos trasladado a Paraguay y Esmeralda, a un primer piso. Un día, después de la clase, les pedí a los alumnos bajar al café de la esquina e —invitación mediante—los invité a participar del Teatro de la Peste, que en ese período, andaba medio bajoneado. Gandolfo se enteró y quiso pegarme por subvertir a los suyos (también eran los míos), entre los que se encontraban la bella Mónica Mihanovich (Caen D’Anvers) y Martín Lobo, hoy cineasta publicitario y empresario opulento que aún no hizo su ópera prima –el largo con el que nos amenazó durante años–. Enorme actor de esmirriada figura y gran fotógrafo.
Como no voy a recordarlo a él y a su novia, Leonor Taboada, buena actriz y perturbadora mujer de gran belleza, pretendida por todos mis amigos.
Yo también fui cornudo, ya que pocos años después, Susana mi ex esposa fue la amante primero y la esposa después de Alberto Cousté, hasta que la muerte la sorprende en Barcelona en 1994, después de haber ganado unos años antes el premio a la novela erótica joven de la editorial “Tusquet”.
Eran los signos de la época. Todos con todos. Se vivía en comunidad. Se tendía a la comunidad. Y se era bastante ciego y boludo como para no darte cuenta que tu mejor amigo te estaba birlando a tu pareja. De todas formas Gandolfo terminó entendiendo cómo venía la mano y se sumó al delirio. Buscamos un lugar donde funcionar y conseguimos un sótano en un edificio con juicio de sucesión, casi en la esquina de Maipú y Córdoba. Limpiamos durante varios días el lugar, pintamos, armamos gradas, tabladillo, queríamos poner una librería en la puerta, un café literario, una galería de cuadros y fotos. Algo de todo eso hicimos. No recuerdo cuánto tiempo duró. Algo pasó. Lo perdimos. Como tantas cosas. Como tanta gente. Como la maldita memoria. No recuerdo si se lo quedaron otros y nos echaron. No sé.
Pero sigamos con los premios. El de Teatro XX nos trajo dos invitaciones. Una de Miguel Socolsky, director administrativo de la revista Primera Plana (firmaba Socol) y otra del Instituto Di Tella. Socol, habló con Cousté que era su empleado en PP y le dijo que en los ratos libres y sin que nadie supiera tenía una idea sobre un espectáculo teatral. Que como había visto “No hay piedad para Hamlet” y le había gustado mucho, pensaba que ése era el grupo de gente capaz para darle vida a su proyecto. Tuvimos varias reuniones y nos pusimos a escribir la estructura de “Sorolow” –así se llamaba la obra en cuestión–. En un pueblito escondido en los bosques de Renania, en la Europa media, un alquimista crea la droga de la inmortalidad. La obra sucede en la época actual, pero los habitantes del pueblito vivían como en el medio evo. Habían sido olvidados por la historia y el progreso. La droga es compartida por todos. Y se modifican sus comportamientos. Nadie muere nunca. Ni se puede suicidar o amenazar con eso. El malo del pueblo debe guardar sus cuchillos o usarlos para cortar papas.
Se llamaba Flatlaplo “El Malcol de Alblublia”, era tartamudo y cuando alguien le pedía su nombre montaba en cólera y se abalanzaba con sus afiladísimos cuchillos sobre la pobre víctima, que era inmortal gracias al alquimista. Este tedio inmortal los lleva a emigrar. Y se encuentran en una estación de trenes con una delegación regional que viaja a la Argentina invitada para participar del carnaval porteño. Por eso sus ropajes pasan inadvertidos. Cuando llegan a la gran ciudad desaparecen por las bocas de los subtes. Al día siguiente salen a la calle durante las celebraciones y en Corrientes y Esmeralda son interceptados por la policía que le piden documentos a Flatlaplo. Se pudrió todo. Saca sus cuchillos, se arma la batahola y van a parar, primero a la comisaría y después al manicomio. Allí organizan una función con los locos. Mismo Wëiss pero a paso de grotesco y comedia.
Trabajamos mucho en la obra, y Socol puso plata para ensayos —de hecho utilizamos después de las horas de trabajo las oficinas de una de sus empresas dedicada a champús antiseborreicos, donde compartimos trabajo de mesa y ensayos laboratorio sobre “imagen”.
Estábamos buscando sala y ajustando presupuestos —valga decir que Socol estaba dispuesto a poner un par de millones de la época qué, aunque no de los de ahora, era un vagón de guita.
Arizaga —también su empleado en PP— y adherente al Teatro de la Peste (nos hizo con sus Ondas Martenot la música de un espectáculo posterior) estaba por ser nombrado uno de los cinco directores del TMGSM y ofreció hacer “Sorolow” allí durante un mes y con ese colchón sería más fácil conseguir teatro, críticas, etc. Así es que decidimos esperar el nombramiento y armamos “Artaud 66, una antología del Teatro de la Crueldad” aceptando la invitación del Di Tella.
El espectáculo estaba conformado por 4 trabajos: “Severa vigilancia” de J. Genét.
Cuatro escenas de “Los Cenci” de A. Artaud. Una adaptación propia del “Orlando furioso” del Marqués de Sade y la particular versión del “Hamlet” de Charles Marowitz.
La puesta contó con la escenoarquitectura de Luis Diego Pedreira y el diseño de luces con parte del asesoramiento del equipo técnico del Instituto y una novedosa computadora que leía la información proporcionada por un rollo de celuloide transparente obturado por cintas opacas de distintos largos y colores. Toda una innovación. El ensayo general duró 3 horas de movimientos escenotécnicos y otras cuatro de coordinación lumínica. De festival.
Para la obra de Genet, Pedreira cubrió todo el proscenio del larguísimo y angosto escenario del Di Tella, con cintas blancas verticales de 8 cms de ancho, separadas por sólo 10 cms cada una y por 2 y1/2 mts de alto. Este efecto creaba una fuerte incomodidad para el espectador y una auténtica sensación de encierro, dando a los tres prisioneros con sus maquillajes de cara blanca y trajes a rayas horizontales un aspecto casi de Op Art.
El eje de “Los Cenci” se centró en la escena de ella con el padre en la cena previa a la noche del intento de violación, la conspiración de Orsino y la venganza de la hija al incrustarle a su padre un inmenso clavo en el ojo.
El Orlando de Sade, en adaptación del Teatro de la Peste sacada de un relato en prosa editado por la ya extinguida revista italiana Sipario llevaba al actor y a la actriz a más martirios escenotécnicos que a los propios propuestos por el autor. Una joya de masturbaciones y tecnología carpinteril digna de todo elogio.
Tal vez el Hamlet, escrito por Marowitz donde Shakespeare termina cada escena de allí para adelante, creando una farsa de la farsa misma, con sus cubos de distintos niveles y tamaños y agotados los recursos de utilero que debimos poner en funcionamiento en cada representación, presentaba más descanso a la infernal parafernalia diseñada por el talentoso arquitecto creador, a los agotados actores. Durante las funciones pasó de todo. La experimentación era constante. No sólo en escena sino detrás, arriba, abajo y delante de ella. Muchas veces la tensión creada en la platea se podía cortar con un cuchillo. Intelectuales como Mujica Láinez se retiraron indignados y a los gritos parando la función y cuestionando esta visión poco ortodoxa del arte y una delgadísima modelo hacía sus pininos de actriz como Ofelia: Nacha Guevara.
Antes, el grupo del Teatro de la Peste tuvo el privilegio de ser tratados de inmorales y homosexuales del arte por compañeros, colegas y maestros como después de una función en el Altillo donde Augusto Fernandes y Lito Cruz —hoy director ejecutivo del INAT— entraron a los camarines, no a felicitar y dar la mano o una crítica sino a insultarnos. ¿No es maravilloso?
La permanente ubicación de Pablito, el muñeco de Suárez, en la platea y algunos ejercicios participativos a los que eran sometidos los espectadores que debían, por ejemplo, hacer circular una cajas de madera de 1 metro de lado, livianas pero muchas, por toda la platea hasta ser devueltas al escenario y esto varias veces durante cada función, trajo inconvenientes con la esposa del embajador colombiano y con el embajador mismo. No fue un lío diplomático, pero faltó poco. El mismo dueño del teatro, Abel Sáez Buhr se entusiasmó durante una de las funciones y expresó su participación accionando un extintor de incendios sobre personajes, público y hasta su propio padre que bajó llamado por el alboroto. Lo que se dice una pinturita. Todos terminamos blancos como fantasmas amenazándonos entre todos sin reconocer quién era quién. Un happening digno de Minujin.
Es cierto. A veces las cosas se nos iban de las manos. Recuerdo el día en que un grupo de derecha fascista entró al Di Tella durante las funciones y alertó a los espectadores sobre el peligro de ese arte decadente y profano que atenta contra las más caras tradiciones del ser argentino. Incluso durante “Artaud 66”, Juan Andralis, amigo y a cargo de las impresiones del instituto, un diseñador gráfico notable y a la sazón devenido imprentero y fallecido hace muy poco, repartía un libelo redactado y diagramado por él en la puerta misma del instituto y también del Teatro Lasalle, donde Inda Ledesma con Alfredo Alcón hacían “Israfel”, con el título de “Un menú obsceno”, instando a los transeúntes a no entrar o desistir de ver ambos espectáculos, y logrando el efecto contrario. Parecía una deliberada campaña publicitaria.
Era todo muy loco. En ese mismo tiempo, llegó a Buenos Aires y se alojó en Retiro, un actor argentino que trabajaba con Jerzy Grotowsky. Vio el espectáculo porque le quedaba cerca del hotel, y al finalizar se acercó a los camarines y se puso a conversar y hacer preguntas. Nos contó que allá estaban trabajando en la misma dirección y con resultados similares. Quedamos en vernos en Polonia muy pronto (en el 68 no pude llegar y quedé gracias a los malos oficios de mi consulado, varado en París todo año).
Un mediodía de junio del 66, el general Onganía dio un golpe de estado y cerró el Di Tella. Nos bajaron de prepo. Yo vivía entonces en San Martín 933 en el piso 2º. Y en el 5º vivía Cousté con su novia, la escenógrafa Silvia Schröll (de allí el asunto de los cuernos y todo ese rollo). Entonces nos preguntamos qué debíamos hacer. ¿Quedarnos o irnos? ¿Adónde? ¿Con qué? ¿Y cuántos? ¿Y hasta cuándo?. Éramos una patota basta grande. Teníamos compromisos, familias, deudas, ahijados. No era fácil. Pero el golpe no lo dimos nosotros. Mas bien nos lo dieron a nosotros. El asunto es que tomamos la decisión de viajar por la costa del Pacífico hasta México. Después allí decidiríamos si cruzamos el charco o volvemos.
Nunca llegamos a México. Pero pudimos salir. Porque entendimos que quedarnos era limitarnos. Salimos a buscar a los pintores amigos y a través de ellos llegamos a otros. Yo conocía a Leopoldo Presas porque fui noviecito de su sobrina Silvia Giacchino y había estado en su estudio de La Boca. Vi a Castagnino, a Berni que me regaló una Ramona, a Soldi, a Basaldúa, a Urruchúa, a Kenett Kemble, a Robirosa, a Chaab. Más de 30 pintores nos regalaron casi 130 cuadros (el maestro Urruchúa me regaló en su estudio cerca de la avenida Entre Ríos, una serie de 10 tintas con temas malditos), Basaldúa un dibujo a pastel con una cara de cuello muy largo como Modigliani, Distéfano un tríptico, Polesello un cuadro, Martínez Howard un óleo. Armamos los cuadros y dibujos con vidrio atrás y adelante.
Gandolfo nos prestó un lugar en la calle Viamonte casi Uruguay, donde Fernandes estaba dirigiendo “Negro, Azul, Negro”, hablamos con Mónica Mihanovich (hoy Cahen D’Anvers) Norman Briski (hoy Norman Briski, por suerte), y Julio Natalio Povarché, Ruber’s, para que hicieran de rematadores. Aceptaron gustosos.
Invitamos a pitucos y sabidos, amigos y entendidos, y en una noche tan zarpada como todo el proyecto, vendimos todos los cuadros al mejor postor. No nos quedamos con ninguno.
Lo juro por mis hijas. Y con esa plata, pagados los pocos gastos, nos fuimos a Chile primero y a Perú después con un espectáculo integrado por “El Mueble” de J. Teardieu y “El retintineante tintinear” de N. F. Simpson, dos obras del teatro del absurdo. Como nosotros.
Antes de salir, la pequeña compañía de 7 integrantes, un director, una escenógrafa, tres actores y dos actrices, produjeron 3 matrimonios y un solo. Dos de los matrimonios se concretaron en una sola ceremonia en un Registro Civil de la calle Charcas (hoy Marcelo T) entre Cerrito y C. Pellegrini que ya no existe más. Recuerdo que “Poni” Micharvegas se disfrazó de Cardenal para la ocasión y que por Biblia llevaba un tomo lujosamente impreso de Los Cantos de Maldoror del Conde de Lautremont (la biblia de los poetas).
Recuerdo que el juez lo hizo pasar primero y bendecir la ceremonia, en la que dos hermanos se casaban con sus respectivos cónyuges y que el juez al pronunciar los idénticos apellidos, se le hacía un enredo feroz y equivocaba los nombres y los sexos. Eso era una auténtica obra del teatro del absurdo. Una clase magistral de la realidad.
Recuerdo una despedida que duró varios días entre caricias, reproches, adioses y maldiciones. Alberto Cousté y yo tomamos un tren para Mendoza como adelantados de la troupe porteña. Todo era gris, silencioso y depresivo durante cruce del territorio argentino a pesar del hermoso paisaje de pampas, desierto y montaña. Todo cambió en el mismo tren cuando enganchó la máquina chilena y en el vagón restaurante los mozos chilenos abrieron generosas botellas de Concha y Toro y Gato Negro, y empezó la fiesta. Se acabaron los controles o se controlaba de otro modo, más suave, sin prepotencias, con respeto y siempre con una sonrisa, compartiendo. Así pasamos la aduana de Las Condes y bajamos hacia Santiago. Cuando llegamos al hotel de la calle Ahumada y Huérfanos, teníamos mensaje del agregado cultural argentino, Manrique Fernández Moreno, hijo de Baldomero y hermano de César (leer “Argentino hasta la muerte”).
A la noche siguiente fuimos a leer frente a una audiencia de diplomáticos los poemas en lunfardo de Carlos e la Púa. Son hermosos. Tuvimos que hacer varios bises. Después de cada uno nos daban una copa de algún selecto vino. Debo confesar que siempre fui medio abstemio para tomar. Me gusta, es cierto, pero muy poco y muy de vez en cuando. Sólo el agua me quita la sed, pero esa noche me tomé todo. Nos tomamos todo, todos. Vino muy bueno y whisky diplomático. Una combinación harto peligrosa y explosiva. Allí entendí por qué el mundo marcha tan mal y hay tantos conflictos que nunca se resuelven. O por qué cuando un diplomático regresa al país dice boludeces todo el tiempo y parece que viven en una nube. Es una nube de pedo, de borracheras, de malas noches y peores amaneceres. Pobres.
Lo peor fue que en medio de la resaca interminable fuimos arrastrados a varias invitaciones a almorzar, comer y desayunar con vino. Una de esas tardes y previa cita telefónica, vino a hacernos una entrevista un periodista de la revista Ercilla, una de las más prestigiosas publicaciones culturales chilenas que circula por el mundo. Yo estaba del otro lado, zampado y borracho incoherente (que no me cuesta mucho). Alberto, algo más sobrio trataba de llevar la entrevista a buen puerto. El periodista era ducho y tan joven como nosotros. Se quedó varias horas con nosotros, en un momento él y Cousté bajaron y trajeron algo para tomar: vino. Perdí como en la guerra. Trataba de incorporarme a la conversación, pero era inútil. Cuando me levanté de la silla, me caí al suelo primero, después sobre la mesa y al final sobre el comprensivo y tolerante periodista. Trataban de calmarme, pero yo estaba en otra. Discutía todo, me oponía a todo. Mezclaba de la Púa con Aragón y Tirso. Me zarpé y terminé, delirando, adentro de la bañera. El periodista, ya algo mamado atinó a cortar la entrevista, darse por despedido y salir haciendo eses. Siempre tuve la impresión que yo, con mi inconducta, lo había echado. Era Miguel Littin, el cineasta de “El chacal de Nahueltoro” y “Alas de cóndor”, ése que durante la dictadura de pinochet se hizo pasar por camarógrafo alemán y filmó al dictador en su salsa, historia tan bien contada por Gabriel García Márquez. Creo que nunca sentí tanta vergüenza como en ese momento —y ahora también cuando lo recuerdo. Un papelón de aquellos. Sólo sentí algún alivio cuando el resto del grupo llegó a Chile y nos decidimos subir a un ómnibus para llegar a Lima, Perú. Era octubre del ’66. Había ocurrido un muy fuerte terremoto. Nuestro viaje seguía esquivando la estabilidad. No había para el Teatro de la Peste todavía, lugar seguro.
Arribamos teatralmente al Club de Teatro de Lima que dirigía Reynaldo D’Amore, un argentino que llegó al Perú en el primer éxodo de teatristas autoexiliados a mediados de la década del ’50. Allí presentamos “El Menú” durante varios meses. Hicimos en los intervalos algunas presentaciones en la facultad de Ingeniería —un centro cultural importante de esa época—, en la municipalidad de Miraflores, del barrio de Barranco, en la Concha Acústica del parque Salazar, en la Alianza Francesa, en el auditórium del Ministerio de Educación, en El Corral de Comedias de Gaby Burneo, en la Asociación de Artistas Aficionados donde dirigía y actuaba Ricardo Blume, entre otros lugares. En febrero de 1967, cuatro de los integrantes del Teatro de la Peste se regresaron a la Argentina: Alberto Cousté, Susana Constante, Silvia Schröll y Héctor Scarpino “Skarpe”. En esos días se representaba en el Teatro Histrión, por el grupo del mismo nombre dirigido por los hermanos Velázquez y con escenografía del chileno Hugo Benavente (hoy en Europa) el “Marat-Sade” de Wëiss, con un nivel pocas veces visto en Sudamérica. Todavía vibraban los aplausos del público para “La ópera de 3 centavos” de B. Bretch dirigida por el uruguayo Atahualpa del Cioppo poco tiempo antes.
Ese año estrenamos una rigurosa y apegada a la letra puesta de “Luv” de Murray Schisgall (con el libreto que me dio Briski de la puesta de Motura, con Luppi y Eva Dongé en el Teatro Regina), que junto con “El Escorial” de Michel de Gelderode y “A puertas cerradas” de J. P. Sartre conformaron el “Primer Festival de Teatro de Vanguardia de Lima”. Después nos enteramos por un investigador alemán —hace pocos años— que aquella vez era la primera en el mundo que se usaba la palabra vanguardia aplicada al teatro y para una denominación oficial.
También en ese año pusimos dirigidos por el mejicano Eduardo Rodríguez Muñoz, una versión bastante zarpada y libre de Leonce y Lena de Büchner. Zarpada porque incluyó un corto de 8 minutos titulado “La fuga de Santa Elena”, filmado por Eduardo Madueño, la promesa joven del cine peruano que lamentablemente muere en un accidente automovilístico a los pocos años en España, el tema de Sinatra “Extraños en la noche”, la escena completa de Romeo y Julieta en el balcón, de Shakespeare, y cosas así, en el teatro La Cabaña, uno de los más serios escenarios de Lima. La puesta y la propuesta eran, por decir lo menos, delirantes.
Los espectadores eran sorprendidos casi cada tres minutos con referencias propias del teatro del absurdo, situaciones inconclusas, personajes grotescos. Recuerdo que Mario Delgado, muy joven en esos tiempos, vino a ver la obra, fascinado más de 30 veces. Hoy confiesa que el Teatro de la Peste fue un motivador muy fuerte para decidirse a formar su grupo Cuatrotablas, que hoy se asocia a E. Barba y el Tercer Teatro. También Marta Escudero en algún encuentro en Córdoba se lo nombra. Es evidente que en Lima el Teatro de la Peste en escasos 15 meses, deja una huella indeleble, rescatada por críticos de la talla de Alfonso de la Torre (Alat) o Miguel Oviedo, nada condescendientes y las más de las veces, duros.
Ese año estrenamos una rigurosa y apegada a la letra puesta de “Luv” de Murray Schisgall (con el libreto que me dio Briski de la puesta de Motura, con Luppi y Eva Dongé en el Teatro Regina), que junto con “El Escorial” de Michel de Gelderode y “A puertas cerradas” de J. P. Sartre conformaron el “Primer Festival de Teatro de Vanguardia de Lima”. Después nos enteramos por un investigador alemán —hace pocos años— que aquella vez era la primera en el mundo que se usaba la palabra vanguardia aplicada al teatro y para una denominación oficial.
También en ese año pusimos dirigidos por el mejicano Eduardo Rodríguez Muñoz, una versión bastante zarpada y libre de Leonce y Lena de Büchner. Zarpada porque incluyó un corto de 8 minutos titulado “La fuga de Santa Elena”, filmado por Eduardo Madueño, la promesa joven del cine peruano que lamentablemente muere en un accidente automovilístico a los pocos años en España, el tema de Sinatra “Extraños en la noche”, la escena completa de Romeo y Julieta en el balcón, de Shakespeare, y cosas así, en el teatro La Cabaña, uno de los más serios escenarios de Lima. La puesta y la propuesta eran, por decir lo menos, delirantes.
Los espectadores eran sorprendidos casi cada tres minutos con referencias propias del teatro del absurdo, situaciones inconclusas, personajes grotescos. Recuerdo que Mario Delgado, muy joven en esos tiempos, vino a ver la obra, fascinado más de 30 veces. Hoy confiesa que el Teatro de la Peste fue un motivador muy fuerte para decidirse a formar su grupo Cuatrotablas, que hoy se asocia a E. Barba y el Tercer Teatro. También Marta Escudero en algún encuentro en Córdoba se lo nombra. Es evidente que en Lima el Teatro de la Peste en escasos 15 meses, deja una huella indeleble, rescatada por críticos de la talla de Alfonso de la Torre (Alat) o Miguel Oviedo, nada condescendientes y las más de las veces, duros.
A fines del ‘67 el grupo se disuelve. Arnaldo Rico Giménez no vuelve a pisar jamás un escenario. Es publicista en Lima. María Inés Mac Lennan viaja primero a la selva amazónica, luego a Quito, después el valle sagrado de los Incas, donde hace teatro en quechua y convive con los habitantes de las comunidades indígenas durante varios años. Regresa a la Argentina con la democracia y en el año 1986 gana en Mar del Plata el premio Estrella del Mar a la mejor actriz por su participación en “Maratón” de Monti. En el año 93 hace la Poncia de “La casa de Bernarda Alba”, de Lorca dirigida por Adrián Canale, primera nota de la EMAD. Hoy está alejada de las tablas.
Recuerdo nombres como Norberto Del Vas (in memoriam), ingeniero químico que supo estar en escena, muy a pesar suyo. Jorge Laguzzi que con más de 45 años como actor y habiendo hecho todo, no puede subir a un escenario muy a pesar suyo. Sería injusto no nombrar a Carlos Daurat (in memoriam), el “Innombrable” que sedujo con su voz de locutor profesional a más de una desprevenida espectadora. A Mario “el gordo” Luciani, un actor inmenso más allá de su físico. A Héctor Silvio (in memoriam). A Flora Dabath (in memoriam). A Pablo Ananía que perdió no sólo la memoria y que pudo ser un buen poeta en vez de un mediocre comerciante. Nombres como el de Miguel Grimberg, Toto el amigo de “La Vieja Prostituta”, María la Daga, Alicia Lucarella (Ana), el pequeño Tomás o Jorge Pistochi deben quedar a flote del olvido, el maldito olvido que quiere enterrarlo todo aprovechándose del implacable tiempo que pasa, que nos traspasa como los cuchillos de Flatlaplo, ignorando que ésta es la hora de los inmortales.
Nota: los apellidos en minúscula, deben quedar así: minúsculos.

Gustavo Mac Lennan ,30/8/98
ETI – Encuentro de Teatristas Independientes (Argentina)
macpatoloco@yahoo.com

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